El catalán Joaquín Samaruc escribió en 1924 una sugerente
obra titulada Cien años de Catalanismo.
La Mancomunidad de Cataluña, en la que consigue caracterizar perfectamente
la política de la Lliga Regionalista, primer gran partido político del nacionalismo
catalán:
“Era el aprovechamiento de los acontecimientos, por ellos
provocados, para favorecer sus fines partidistas; astutamente la Lliga
Regionalista ha aprovechado siempre todas las coyunturas para hacer creer a los
catalanes la fábula de la antipatía que sienten, por Cataluña, los demás
españoles”.
En otra parte de la obra, en referencia a la manipulación
partidista que los nacionalistas hicieron de la Mancomunidad, completa el
argumento:
“Provocar el frenesí en Cataluña, era amedrentar con el
trueno a los gobiernos enclenques residentes en Castilla y conseguir dádivas
para apaciguar la cólera catalanista. Los crédulos del Principado, con sus
frecuentes y siempre oportunos ataques de epilepsia sentimental, presentaban
inapreciables servicios a los directores de la farsa, que por este medio
mantenían en la más abyecta sumisión a los gobernantes de la patria”.
En esto se especializó el primer catalanismo político: crear
sentimientos de ofensa en los catalanes, que luego servían para reclamar en
Madrid beneficios políticos. Y como lo recibido no se correspondía a las
expectativas, siempre exageradas, el agravio aumentaba y el arma política se
recargaba. Los Gobiernos en Madrid habían creído calmar al nacionalismo con
ciertas concesiones pero, sigue Samaruc:
“Los triunfos que significaban tales concesiones, en vez de
obrar como sedativos, producían en los regionalistas el efecto de enérgicos
estimulantes”.
Tras ocho décadas de escribirse estas líneas se comprueba
que son de una actualidad tremenda. Los que en Madrid, al iniciarse la
transición democrática, soñaban que concediendo el Estatuto de Autonomía a
Cataluña, apaciguarían el sentimiento nacionalista, lo único que consiguieron
es que se incrementara. Y el primer Estatuto, con los años, ya no se vio como
un beneficio para Cataluña, sino como un corsé opresor. Por eso había que hacer
otro. Cada vez que el Gobierno nacional ha concedido el traspaso de una
competencia al Gobierno autónomo, éste nunca ha quedado satisfecho y ha
iniciado la siguiente reivindicación. Se puede concluir que, aunque en el
inicio de la Lliga una parte importante de sus integrantes ni siquiera eran
nacionalistas y las reivindicaciones y discursos anti-castellanos eran pura
estrategia política, con el tiempo, ellos mismos se embebieron de sus discursos
y acabaron convencidos de sus calculadas mentiras. Lo peor es que arrastraron
en su ensimismamiento a una parte de la opinión pública catalana que acabó
engendrando un sentimiento de aversión primero a Madrid, luego a Castilla y,
ahora, a España. Para Samaruc, en la obra antes citada, nada más nacer el
catalanismo político, moría el catalanismo puro e ideal de los inicios que no
había salido, ni querido salir, del ámbito literario y cultural:
“La fecha de constitución de la Lliga Regionalista señaló el
punto inicial de la degeneración del catalanismo doctrinario. El bardo
romántico y soñador se convirtió en un especulador maquiavélico; el anhelo
noble, en ambición bastarda; el destierro austero, en inmoral intervención de
la cosa pública. En aras del egoísmo se sacrificó el amor a la patria y se
fomentó una política anti-española, no como resultante de un odio, pero sí de
un cálculo”.
Pero este discurso calculado y demagógico llevó finalmente
al odio. Y no hay peor odio que el que no se puede objetivar y racionalizar.
Éste es el drama del nacionalismo actual: sabe que odia, pero no sabe por qué
odia.
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