domingo, 3 de junio de 2012

Los primeros "Jocs Florals"




Los primeros Juegos Florales se celebraron en Barcelona en 1859.

Fueron tomados como una restauración de los antiguos juegos medievales y como una manifestación visible del renacimiento de la lengua catalana.

Lo cierto es que los Juegos Florales ya estaban extendidos por muchas ciudades de toda España.

Estos primeros Juegos fueron presididos por el obispo, el vicerrector de la Universidad y el alcalde de Barcelona. El alcalde, José de Santamaría, en una breve intervención en castellano inauguró el evento. A continuación, Milà i Fontanals, en lengua catalana, también en un breve discurso expresó la fidelidad del Ayuntamiento de Barcelona a la nación española.  El discurso intentaba disipar las dudas de aquellos que esperaban que el ensalzamiento del catalán generaría discordias o negaba la españolidad de los catalanes:

“…y si en este sentimiento alguno quisiese ver peligros y discordias o una disminución del amor a la patria común, podríamos responder que fueron catalanes muchos de los que ensangrentaron las aguas de Lepanto y de los que cazaron a las águilas francesas; y podríamos repetir un aforismo ya usado al tratar de uno de los mejores catalanes y más ardientes españoles que ha habido jamás (Antoni Capmany): No puede amar a su nación quien no ama a su provincia”.

Luego habló Antonio de Bofarull y se preguntó, refiriéndose a España:

“¿Qué es la nación, sino una gran familia?”

Para luego argumentar que el padre tiene que contemplar a todos sus hijos, en alusión a que en España se debería respetar que sus hijos catalanes escribieran en catalán. En ningún momento se puso en duda la españolidad de Cataluña.

Aquellos primeros Juegos Florales se han mitificado y presentado como un acontecimiento que aunó a toda Cataluña para el “renacimiento” de su conciencia colectiva. Pero lo cierto es que los Juegos tuvieron una fuerte oposición entre muchos literatos catalanes. Este rechazo se produjo sobe todo en jóvenes autores que normalmente escribían en catalán pero que no soportaban el carácter medievalizante y conservador de los organizadores.

Cataluña, América y la Hispanidad (III)



Castilla mantuvo el  “monopolio” en la conquista de América y su comercio. Aunque históricamente sigue habiendo un misterio, pues no se conoce un solo texto leal que prohibiera a los catalanes ir a América, excepto el testamento de Isabel la Católica, que concede a los castellanos ese usufructo. En las Cortes de Monzón de 1585, los procuradores se quejaron de que no se permitiera a los naturales de Aragón trasladarse a las Indias. Pero, como propone el historiador Xavier Fàbregas:

“Quien se proponía pasar a América había de vencer una serie de dificultades, pero si actuaba con tozudez acababa llegando. El monopolio representaba más un freno colectivo que un freno individual”.

Un profesor de la Universidad de Barcelona, Carlos Martínez Shaw publicaba, en 1981 Cataluña en la carrera de las Indias, en la que demuestra que Cataluña no fu excluida del comercio con América. Un ejemplo de esta permeabilidad es Joan Claret, un comerciante del siglo XVI, que financió expediciones a América, o la familia Cabot, que fue extendiendo sus redes comerciales por el Río de la Plata.

A finales del siglo XVII se producirán las primeras oleadas de misioneros catalanes y en el siglo XVIII, de comerciantes, gracias a las disposiciones de Carlos III. Pese a que los nacionalistas desprecian el Decreto de Nueva Planta, fue gracias a él que se eliminaron las aduanas interiores y así los súbditos de la Corona de Aragón pudieron acceder a comerciar a América.

Un importante detalle histórico a tener en cuenta es que los catalanes, con los años, se habían adueñado del negocio de las aduanas interiores establecidas por Castilla. Los beneficios que suponían para Cataluña eran sustanciosos. Por eso, luchar contra el monopolio de Castilla implicaba también sacrificar el gran negocio que las aduanas suponían.

También se podría explicar la ausencia proporcional de catalanes en los dos primeros siglos de la conquista de América no tanto por las dificultades sino por el espíritu catalán de aquel entonces. Jaume Vicens Vives propone en su Notícia de Catalunya que:

“Los catalanes del siglo XVI habían llevado una existencia mediocre, pero satisfecha. Castilla había tomado la dirección de los asuntos externos de la Monarquía hispánica, tanto en la vieja Europa como en la nueva América, y ningún catalán le regateaba los laureles de la gloria ni el peso asfixiante de la lucha. Los burgueses barceloneses se entretenían en sus torres de la cercanía urbana, atendían a la mejora del cultivo de la tierra y se embarcaban pocas veces en un pequeño comercio mediterráneo”.

Una gran verdad que no quita la presencia de catalanes en América que podrían rivalizar con Pizarro o Cabeza de Vaca.

La política del nacionalismo catalán





El catalán Joaquín Samaruc escribió en 1924 una sugerente obra titulada Cien años de Catalanismo. La Mancomunidad de Cataluña, en la que consigue caracterizar perfectamente la política de la Lliga Regionalista, primer gran partido político del nacionalismo catalán:

“Era el aprovechamiento de los acontecimientos, por ellos provocados, para favorecer sus fines partidistas; astutamente la Lliga Regionalista ha aprovechado siempre todas las coyunturas para hacer creer a los catalanes la fábula de la antipatía que sienten, por Cataluña, los demás españoles”.

En otra parte de la obra, en referencia a la manipulación partidista que los nacionalistas hicieron de la Mancomunidad, completa el argumento:

“Provocar el frenesí en Cataluña, era amedrentar con el trueno a los gobiernos enclenques residentes en Castilla y conseguir dádivas para apaciguar la cólera catalanista. Los crédulos del Principado, con sus frecuentes y siempre oportunos ataques de epilepsia sentimental, presentaban inapreciables servicios a los directores de la farsa, que por este medio mantenían en la más abyecta sumisión a los gobernantes de la patria”.

En esto se especializó el primer catalanismo político: crear sentimientos de ofensa en los catalanes, que luego servían para reclamar en Madrid beneficios políticos. Y como lo recibido no se correspondía a las expectativas, siempre exageradas, el agravio aumentaba y el arma política se recargaba. Los Gobiernos en Madrid habían creído calmar al nacionalismo con ciertas concesiones pero, sigue Samaruc:

“Los triunfos que significaban tales concesiones, en vez de obrar como sedativos, producían en los regionalistas el efecto de enérgicos estimulantes”.

Tras ocho décadas de escribirse estas líneas se comprueba que son de una actualidad tremenda. Los que en Madrid, al iniciarse la transición democrática, soñaban que concediendo el Estatuto de Autonomía a Cataluña, apaciguarían el sentimiento nacionalista, lo único que consiguieron es que se incrementara. Y el primer Estatuto, con los años, ya no se vio como un beneficio para Cataluña, sino como un corsé opresor. Por eso había que hacer otro. Cada vez que el Gobierno nacional ha concedido el traspaso de una competencia al Gobierno autónomo, éste nunca ha quedado satisfecho y ha iniciado la siguiente reivindicación. Se puede concluir que, aunque en el inicio de la Lliga una parte importante de sus integrantes ni siquiera eran nacionalistas y las reivindicaciones y discursos anti-castellanos eran pura estrategia política, con el tiempo, ellos mismos se embebieron de sus discursos y acabaron convencidos de sus calculadas mentiras. Lo peor es que arrastraron en su ensimismamiento a una parte de la opinión pública catalana que acabó engendrando un sentimiento de aversión primero a Madrid, luego a Castilla y, ahora, a España. Para Samaruc, en la obra antes citada, nada más nacer el catalanismo político, moría el catalanismo puro e ideal de los inicios que no había salido, ni querido salir, del ámbito literario y cultural:

“La fecha de constitución de la Lliga Regionalista señaló el punto inicial de la degeneración del catalanismo doctrinario. El bardo romántico y soñador se convirtió en un especulador maquiavélico; el anhelo noble, en ambición bastarda; el destierro austero, en inmoral intervención de la cosa pública. En aras del egoísmo se sacrificó el amor a la patria y se fomentó una política anti-española, no como resultante de un odio, pero sí de un cálculo”.

Pero este discurso calculado y demagógico llevó finalmente al odio. Y no hay peor odio que el que no se puede objetivar y racionalizar. Éste es el drama del nacionalismo actual: sabe que odia, pero no sabe por qué odia.